El viejo anacoreta se descubrió esa mañana echando de menos a la urraca que lo visita--que lo visitaba hasta ayer--apenas amanece.
Sintió el peligro de tal observación y del sentimiento de abandono que le producía.
Comprendió casi al instante que se equivocaba, que había cometido un error y lo seguía cometiendo al escudriñar el cielo en la espera.
Ni un solo pájaro en vuelo en tal inmensidad transparente.
Supo entonces que su esfuerzo de años quedaba en nada: incompleto el rosario que había ido hilando con las cuentas de abalorios que la urraca la traía, una a una, a diario.
Se levantó, rodaron al suelo empinado las cuentas luminosas y a pasos indecisos de derrotado el anciano se echó a andar cerro abajo, descendiendo al valle que a esa hora se sumía invisible en la niebla matutina.
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