. . . Un día de éstos entró al café hablando a solas, más expresivo que nunca; pidió a gritos una copa de jerez, se sentó a la mesa y, sin importarle que nuestra conversación era entusiasta, anunció que acababa de escribir algo estupendo: que teníamos que oirlo.
Y procedió a leer casi de memoria lo que traía escrito en su tableta.
Tartamudeaba de emoción.
---¡Ya deja de escribir!---me gritan al oído, por sobre el rumor del tinnitus, los más cínicos de mis demonios. Otros, más ilusos, tratan de hacerse oír gritándome que siga, que la Musa les ha dicho que un día de estos estará de vuelta para revisar lo que he estado escribiendo y para inspirarme con lo que ha oído por ahí en sus viajes de paseo. Eso dicen que promete, la mayormente muda musa que me tiene siempre esperando. Es con mis demonios gritones y quejosos, los criticones, con quienes tengo que entendérmelas y conformarme día a día y . . .
---¿Por qué no te callas la boca?---lo interrumpió el que no tiene pelos ni en la lengua ni en la cabeza. ---Nos estás dando la lata.
---Terrible destino el de quienes escribimos---se queja para sí mismo y para que lo oigamos. Lo dice, increíblemente, en serio.
El breve silencio incómodo que siguió al exabrupto dejó muy claro que todos---por eso de quien calla otorga---lo dimos como apropiado.
---Aceptemos---dijo el que siempre parece necesitado de decir algo adecuado a las circunstancias---que este café es refugio de obsesivos. Nos fascina el ruido, como de voces lejanas, de lo que cada uno de nosotros nos hablamos.
Y esta vez el silencio duró varios minutos aprobatorios.