El otro día alguien le mostró a don Baruj el librito de poemas que había publicado cuando apenas dejaba de ser niño. Un librito olvidado que alguien abandonó en una librería de viejo para que--cosas del destino--lo recuperara del tiempo, tantos años después, el curioso coleccionista que se lo trajo para que lo viera.
--No están nada de mal estos poemas juveniles--le dijo después de habérselo dejado en sus manos. Don Baruj, embobado, sostuvo por un largo rato el viejo ejemplar ante sus ojos.
--No voy a negar--nos confesó días después, ya recuperado de la sorpresa--que en ese momento mi vanidad se puso a revolotear con sus quejosas alas, a las que nada les queda de doradas, y que me vino un cariño agridulce por esa juventud que tuve y se me escabulló en unos poemas antes de que me diera cuenta cabal de que la tenía.
Nos pareció que hablaba de una manera no acostumbrada en él y no dijimos nada.
Tomó un sorbo del té que se enfriaba y volvió a ser el don Baruj sentencioso que conocemos.
--A esta edad--explicó--en el "arrabal de senectud" del que habla el poeta, cobran vital importancia--sí, exactamente vital--los mundos evocados.
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