8/3/09

La libreta

Desde mi mesa, donde llevo ya un buen rato tomando desayuno y garrapateando nonadas en mi libreta de bolsillo, tengo una vista de casi todo el café, las ocho a diez mesas, todas ocupadas a esta hora de la mañana. Tengo también una buena vista de la puerta de entrada. De las mesas de afuera veo solamente dos, y éstas parcialmente, lo que es una deficiencia de éste mi rincón habitual.
He estado viniendo a este café casi a diario desde hace tanto tiempo que no sabría decir si son diez o veinte años. Conozco a no pocos de los parroquianos, aquéllos que como yo han sido clientes regulares tanto tiempo o más que yo. En todos estos años jamás he hablado con ninguno de ellos, y salvo por una ocasión en que un grupo de novatos me invitaron a su mesa—invitación que decliné—ninguno me ha dirigido la palabra. Nos basta reconocernos al entrar con una imperceptible inclinación de cabeza.
Entre ellos se han formado y deshecho varios grupos y tertulias a lo largo de los años, pero saben muy bien que a mí no tienen por qué tomarme en cuenta. Aceptan y respetan mi inviolable misantropía.
Desde mi rincón los observo día a día y ellos se saben observados. Se preguntarán qué escribo en mi libreta; si es de ellos de quienes escribo, quizás qué observaciones y comentarios que les intriga saber. No saben, claro, que yo no hago más que escribir despropósitos que nada tienen que ver con sus grupos de estrafalarios.
Tengo innumerables cuadernos llenos, de tapa a tapa, de mi letra desordenada y cada vez menos legible. Si esos curiosos parroquianos supieran de mi colección apenas podrían controlar el deseo imposible de leerlos. Aunque no fuera más que uno el que yo les dejara ver los llenaría de contento.
Decidí hace poco, y después de muchos días de pensarlo, que tal vez debiera darles el gusto de leer algo de lo que escribo. Creo que hoy es buen día de ponen en práctica el plan que he concebido. En un rato más, a la hora en que acostumbro partir, me levantaré de la mesa y echaré a caminar a la puerta de salida, con los pasos torpes e inseguros a que estoy condenado a caminar desde que me acosó hace algunos meses, despiadada, la decrepitud de la edad. Al pasar trastabillando junto a la mesa del grupo que más tiempo lleva juntándose a perder el tiempo en común, dejaré caer, como sin darme cuenta, unas cuantas hojas sueltas de mi carnet. Hojas que, por cierto, he escrito especialmente para su curiosidad.
Ahora mismo le doy fin a mi última taza de café, le atornillo la tapa a mi Pelikan de colección, me la guardo en el bolsillo del vestón, cierro mi libreta y, cambiando de plan sin ni pensarlo siquiera, me levanto, la dejo sobre la mesa como olvidada, y echo a andar. Me tiemblan las piernas de vejez y las manos de nerviosismo: nunca nadie ha leído nada de lo que escribo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y qué pasó... ¿Dejó caer las hojas?