En un descuido u olvido de anciano--otros dicen que a propórito--Don Baruj dejó sobre la mesa del café, al irse, la libreta en la que ha estado escribiendo a ratos a lo largo del día, de las semanas, los años. Ari, el muchacho amigo de Billy que lo substituye los días que éste tiene competencia de natación, la trajo a la cocina. Enfrascado en su lectura, y por no ir mirando donde iba, se dio de narices conmigo y me echó encima la taza de café que yo llevaba en las manos. El gusto y curiosidad que me dio ver que venía leyendo una libreta de Don Baruj--tesoro que nunca hemos podido rescatar de su escondite secreto--no le di importancia al encontronazo ni a la mancha de café en la camisa blanca recién planchada. Ari, sin que hubiera necesidad de pedírselo, nos leyó allí mismo, en su entusiasmo de animal adolescente, lo que acababa de leer camino a la cocina: lo último que había escrito Don Baruj antes de salir a punto de caer la noche, que es cuando deja el café si no está de humor para tertulias.
“Es tanta y tal a veces la extrañeza de estar vivo y atento al hecho de estarlo que el espíritu y el cuerpo--que es lo mismo--se perturban, en algunos casos hasta la amargura angustiada y el desgano de la acedia.
No es nada nuevo porque nada hay nuevo bajo el sol que nos alumbra. Ya en nuestros tiempos ancestrales expresó el kohelet esta innata vanidad en palabras memorables.
¿Quisiera uno en cambio la calma chicha de la aceptación que no cuestiona o la adopción sumisa de un dogma que lo resuelve todo y todo lo responde?
‘Dichoso el árbol’ se dolía desde la envidia existencial el poeta en su pasmo. ¿Es ésa acaso la tan mentada sabiduría poética, el don de los dioses? Más dichosa la piedra, entonces, como lo afirma el mismo, si sentir que se vive y saber que se sabe son azotes de dios, un mal congénito a la raza, síndrome crónico de ser humano”.
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