Mis primeras salidas de casa como viajero
se remontan a un pasado del que los recuerdos tienen más de fantasía
sentimental que de objetiva exactitud biográfica, más de memorias de leyendas y
nostalgias que de experiencias concretas.
Claro está que queda por determinar
cuánto de la experiencia vital corresponde a sucesos y acciones que se cumplen
en la realidad concreta y cuánto pertenece al ámbito inmenso y complicado de la
mente. Para Flaubert, al menos, el autor adolescente de Mémoirs d’un fou, la respuesta es clara: “Or, ma vie, ce ne sont
pas des faites; mais ma vie, c’est une pensée”. Y para Borges, si no recuerdo
mal, su vida es una biblioteca, es decir lo que una infinidad de libros cuenta
y comenta. La vida, han decidido, es más que nada un fenómeno mental; como una
aventura del espíritu, dirán los que se aferran al dualismo cartesiano.
Así, bien puedo aceptar como una
experiencia vital auténtica esa memoria de mis primeras ingenuas escapadas de
casa con un pañuelo de provisiones atado a una aromática vara de membrillo, de
los recién podados por el jardinero al fondo de la quinta, donde se alineaban
las colmenas con el perfume de su miel y el foso del abono orgánico, oloroso a
tierra en formación, bullía en el proceso transformador, no lejos del cementerio
de las lagartijas, los pájaros caídos del nido y los alacranes suicidas que
enterrábamos en ceremoniosos juego funerarios que vagamente entendíamos como
definitivos.
Era yo entonces el tercero de cuatro
hermanos: una hermana y un hermano un par de años mayores que yo y una hermana
menor que todavía no estaba en edad de acompañarnos en nuestros juegos éramos
los tiranos del lugar (Reyes enanos habría dicho elpoeta).
Los tres capaces de movernos libremente
teníamos por mundo la intimidad de la quinta del abuelo con sus parrones y su
higuera monumental para las sombras del almuerzo familiar y de la siesta; con
sus árboles frutales—damascos y duraznos japoneses, nísperos y caquis, naranjas
amargas para la mermelada tradicional y los limones esenciales en la mesa del
marisco y en la tarta de la hora del té--; con sus hileras de matas de loganberries, su media docena de olivos
y almendros; con sus plantaciones de vegetales, sus matas de hierbas olorosas y
sus terrazas de jardines en flor en descenso al mar.
Como el menor de los tres aprendí pronto
a desprenderme de autoridades espurias e imponer la del que domina por las
acciones y las palabras convincentes. Fue así como fomenté, deseoso de algo que
no llegaba a comprender, el volvernos invisibles y, poco después, cuando ya no
había rincón en la quinta donde tarde o temprano perdiéramos la habilidad de
que no nos vieran, propuse la huida al mundo de más allá de los límites del
hasta entonces conocido.
No nos era totalmente ajeno ese más allá.
Lo conocíamos en nuestras bajadas matinales a la playa y en salidas con los
mayores al puerto a visitar a la otra abuela, la que nos hablaba en una melosa
lengua que apenas entendíamos. Lo sabíamos enorme porque desde el jardín de las
dalias y claveles, el de las petunias dulces de chupar, veíamos a diario, a
toda hora, la vastedad del mar, la amplia curva de la playa gris que se perdía
en las brumas de una rocas lejanas, y los varios cordones de cerros y montañas
que al fondo combinaban, confundiéndolos, altísimos nevados y nubarrones.
Salir al mundo se volvió el juego
principal y el más serio. Al menos para mí. Fueron los temores e indecisiones
de mis hermanos los que me hicieron sentir que no podía contar con ellos y que
mi viaje tendría que ser el de un solitario, como lo eran las aventuras de
Patufet en el cuento infantil de mi abuela porteña que al hablarme en una
lengua distante de ese mucho más allá del que ella había venido me volvía más
deseoso del viaje.
Llegó el momento en que, aprovechándome
de mi invisibilidad, saqué de una de las gavetas de la cómoda de mi madre uno
de sus pañuelos de complicados diseños como coloridos mapas de una geografía
antigua que me llamaba a visitarla y en la despensa hice con él un bártulo de
dulce de camote, galletas María y un trozo de charqui. Fui al fondo de la
quinta y tomé de entre las ramas podadas una vara larga que me eché al hombro
una vez amarrado en un extremo de ella mi pañuelo de andariego. No pensé en ese
momento en los tormentos de la sed porque no sabía de ellos.
Salir de la casa no fue difícil porque el
portón de atrás se abría y cerraba a cada rato. Fue el hermano menor de la
cocinera que venía a traer un saco de mariscos para el arroz del domingo el que
me dejó libre la pasada. De un salto, como de gato con botas, salí a la vereda
o sendero que no parece llevar a ninguna parte y eché a andar, no sabía
entonces si hacia el norte o el sur, el este o lo que fuera. Eché a andar hacia
adelante, que me pareció la única dirección posible, la obligada.
1 comentario:
Y por lo visto al pasar de los años no pierde su espiritu aventurero, mi querido Dr.
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