18/8/15

Memorias de un viajero indeciso. Primera salida (2)

Era el camino de la aventura la calle que pasaba por detrás de la quinta, cuya casa se enfrentaba al mar, sobre lo alto de la loma que caía hacia la playa. Vía principal de la incipiente ciudad costera, hacia una dirección llevaba al caserío de pescadores de la boca y hacia la otra a los arenales que en colinas levemente ascendentes iban apartándose de la costa en dirección a un horizonte de pinos renegridos contra el cielo perfectamente azul.

El mundo estaba más allá de ese pinar, como lo estaba también más allá del horizonte del mar y de los montes que definen la bahía en ese paisaje de lejanías.

Al otro lado de la calle, frente a frente del portón por el que salí, se iba levantando la construcción de la iglesia parroquial. Unos obreros que paleaban arena para la argamasa del hormigón me saludaron con bromas y contento. Eran los muchachos que jugaban a veces con nostros en la playa como quien juega con mascotas ajenas que hay que tratar con cuidado. Con ese cuidado y ese afecto suyos a los que nos creíamos merecedores por el simple hecho de vivir en la casaquinta en lo alto de la loma.

Me desearon un buen viaje y uno de ellos, al verme sin sombrero, me regaló su gorra de papel de diario hábilmente plegado. Para protegerme del sol, la lluvia y los pájaros de mal agüero, me dijo que servía. Como él, olía a humo.
           
En la primera de las lomas que ascienden al pinar, esquina de la quinta, el diseño de la plaza central con sus arbolitos recién plantados y sus jardines en barbecho, sugería con sus senderos de tierra amarilla una ruta que seguir. Subí las escaleras de piedra--unos seis o más peldaños que no supe contar--hasta la explanada de la plaza y tomé el sendero--si fue el de mi derecha o el de mi izquierda, el que lleva al norte o el que lleva al sur, no lo habría sabido decir--y por unos cuantos pasos me admiré del sonido de mi avance.

Caminar es un ejercicio que aporta no pocos placeres simples, casi imperceptibles; uno de ellos es el sonido que producen los pasos sobre los diferentes tipos de terreno. El de la plaza, tierra amarilla, casi arena, producía un como crujido melodioso, vocecillas de un mundo diminuto de seres transparentes de cuarzo y cristal.

Al otro extremo de la plaza, que fui cruzando en serpentina diagonal, me detuvo con su saludo y conversación Clemente, el jardinero municipal, que en esos momentos regaba con una manguera de profuso chorro unas matas de hortensias ya bastante crecidas y en flor. Eran sus preferidas, como lo era también Hortensia, nuestra cocinera.

Cuando averiguó en qué aventuras yo andaba, me dijo que era hora de comer algo antes de seguir camino hasta el pinar. Me gustó que así fuera.

Cortó el agua de la manguera, me tomó de la mano y fuimos los dos hasta un cuarto de herramientas a buscar su colación. Nos sentamos en un banco que parecía de madera y era frío y duro como de cemento y abrimos nuestros respectivos paquetes de cocaví: yo mi pañuelo de mamá, vistoso en su tamaño y colorido, él una bolsa de papel de estraza que crujió al abrirlo y echó al aire su aroma de cocina familiar.

Me convidó de su empanada de horno. Yo de mi charqui.

Desde donde estábamos veía yo, hacia abajo, la quinta que había dejado atrás en mi viaje al mundo y más allá el mar, con su horizonte desmedido y el cierro de cerros y montañas que lo contiene. Clemente me nombró algunos, así como la Isleta de los Erizos con las perpetuas espumas de las olas que la azotan.

Desde allí mismo vimos abrirse el portón por el que yo había salido de viaje y aparecer en él a Canqui, la niñera, toda agitación y apuro. Vimos cómo los muchachos de la construcción de la parroquia le indicaban hacia sónde había yo echado a andar y oimos cómo me llamaba a gritos que podían ser tanto indignados como de desesperación.

Con su calma de hombre habituado al trato de las plantas, y ante lo observado, Clemente anudó mi pañuelo a mi vara de trotamundos, me tomó otra vez de la mano y fuimos caminando al encuentro de la que me llamaba casi llorando.

Entendí que mi primer viaje había terminado.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

En mi experiencia personal, jamás tuve motivo fundado para alejarme de mi hogar, pese a que ya había visto a otros que fardo al hombro, habían fracasado en su intento de presuntos andariegos y que habían regresado con su rabo entre las piernas.

No obstante, y como dice el dicho: “la esperanza es lo último que se pierde” y al César lo que es del César… ¿no?

El barón

Anónimo dijo...

Se me olvidó comentarte que en el año 1969, voluntariamente ingresé a la Armada de los EE.UU, hecho que considero el hito que marca el momento en que dejé de vivir en mi casa y después de haberme prestado como voluntario para dos giras militares para Viet Nam—sin haber sido seleccionado— terminé prestando servicio a bordo de la nave del Almirante de la Sexta Flota del Mediterráneo por un lapso de dos años y medio.

Cuando llegué a mi casa durante mis días de tiempo libre, mi mundo había dado un giro de 180 grados y nada, pero absolutamente NADA, era lo mismo: mi mundo como lo había conocido, cambió para siempre.

Me enorgullezco de haberme sumado al servicio militar de este país y desde ahí en adelante: Non, Je ne regrette rien!

El barón