Vaya uno a entender--anota Don Baruj en una de sus libretas--qué pasa en ese
enredo infinito del sistema nervioso, todo el cuerpo, y su nódulo mayor: nuestro cerebro.
Hay días en que--como hoy--las imágenes,
ideas y fantasías se apiñan y disputan por ser las primeras en convertirse en
palabra escrita. Y hay días, semanas—noche tras noche—en que el barullo de la
mente es un caótico murmullo, como el del tinitus
con que el cerebro engaña al oído por obra de no se sabe qué maldad de duende sordo y
envidioso.
A las pocas y raras horas del duermevela
visionario se oponen, en una disputa desigual por el tiempo disponible, las
largas temporadas de neblinas y ruidos incoherentes como de cortocircuitos o
cristalerías rotas.
Vaya uno saber--se repite--quién anda por los oscuros rincones de la casa; qué arácnido
letal, qué ratas portadoras del virus de la ira, qué translúcidos ciempiés de
la melancolía.
Felices son los instantes en que al
fantasmal silencio de lo oscuro lo acalla el doblar de campanas de un verso
feliz que lo dice todo, de una imagen que abre mil puertas como lo promete el
poeta de la llave mágica.
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