No importa lo que digan los que saben lo
que dicen.
Quien escucha no tiene por qué oír. Quien oye no necesariamente entiende.
Las voces—muchas y diversas, gárrulas o sabias—son demasiadas, demasiados los ecos que rebotan de las paredes, las proverbiales cuatro paredes que lo encierran todo.
Quien escucha no tiene por qué oír. Quien oye no necesariamente entiende.
Las voces—muchas y diversas, gárrulas o sabias—son demasiadas, demasiados los ecos que rebotan de las paredes, las proverbiales cuatro paredes que lo encierran todo.
Desde el púlpito y encaramados en los
coturnos de la farsa, a voces de altoparlantes y a gritos de guerra nos
hablan—peroratas—nos instan a esto y a lo otro, nos entretienen y distraen: nos
responden a las preguntas que apenas podemos susurrar bajo el estrépito de las
sílabas.
Y como si todo eso fuera poco están los blogs que, como éste, se apoderan furtivamente de los más mínimos intersticios del espacio cibernético y atiborran lo infinito de palabras, más palabras, palabrería del que en otros tiempos enmudecía o a lo más peroraba en el cafetín.
Entre el bullicio y el tumulto de gentes que hablan más que nada a solas no falta la palabra sabia, el comentario acertado, la emoción bien dicha por bien vivida. Se las escucha entre medio del griterío.
Al bullicio se lo puede acallar tapándose los oídos con las manos, como el mono sabio, o con la cera mítica que salva de sirenas mal habladas, tentadoras, mentirosas. Pero quien se tapa los oídos no escucha nada: ni las carrasperas del predicador que se da aires de profeta ni tampoco la palabra exacta del que apenas habla, el comedido.
En la era del bullicio no queda más que oír.
Y que el que escuche entienda lo que haya que entender.
Y como si todo eso fuera poco están los blogs que, como éste, se apoderan furtivamente de los más mínimos intersticios del espacio cibernético y atiborran lo infinito de palabras, más palabras, palabrería del que en otros tiempos enmudecía o a lo más peroraba en el cafetín.
Entre el bullicio y el tumulto de gentes que hablan más que nada a solas no falta la palabra sabia, el comentario acertado, la emoción bien dicha por bien vivida. Se las escucha entre medio del griterío.
Al bullicio se lo puede acallar tapándose los oídos con las manos, como el mono sabio, o con la cera mítica que salva de sirenas mal habladas, tentadoras, mentirosas. Pero quien se tapa los oídos no escucha nada: ni las carrasperas del predicador que se da aires de profeta ni tampoco la palabra exacta del que apenas habla, el comedido.
En la era del bullicio no queda más que oír.
Y que el que escuche entienda lo que haya que entender.
1 comentario:
Por eso dicen que la palabra es plata pero el silencio es oro.
El barón
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