Al principio --aunque no lo sorprendió porque se lo esperaba-- le molestó un poco el nuevo aspecto, más al día, del local.
Pero no ha hecho mayor cuestión del asunto.
Habiendo una mesa junto a la ventana le basta.
Aunque sea más pequeña, más inestable, menos apta para escribir en ella sin derramar con el movimiento de la mano el té que en el precario equilibrio de la taza se agita como una tormenta en miniatura.
--Qué se puede hacer, salvo quejarse-- comenta don Baruj--, contra los cambios que el público prefiere.
Porque hubo que remozar el viejo café que iba perdiendo clientes.

Y como nos debió ver la cara de sorpresa con que lo miramos, siguió hablando.
--Que las echemos de menos es natural. Y basta. El mundo, desde el más inmediato hasta la totalidad del globo ya no es el nuestro: no nos pertenece ni nosotros pertenecemos al mismo.
Ante la objeción de un cliente no tan viejo como él, don Baruj insistió, exagerando.
--La nuestra --dijo como con desprecio-- es vida de allegados y como tales debemos comportarnos, sin esperar mucho de nadie y un tanto despreocupadamente y sin afanes.
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