Las ganas de escribir vienen de repente, como las ganas de charlar: un incontenible deseo de comunicarse; o como las ganas de dormir: una curiosidad por saber lo que el sueño esconde.
Se escribe porque se quiere detener la prontitud con que las impresiones se precipitan al olvido, porque se quiere retener lo que se siente, lo que se piensa, lo que se desea.
Hay formas de escritura, tal vez las primeras que se dieron por necesidad, que tienen el muy preciso objetivo de dejar constancia —documentar—transacciones comerciales, contratos, acuerdos, acciones que no conviene olvidar. Esta función práctica debió llevar a la invención de un sistema que hiciera de la expresión oral memorizable una memoria infalible que pudiera transmitirse sin la presencia del memorizador.
Hubo quienes vieron en la escritura una utilidad diferente, la de guardar para el recuerdo las palabras del ritual, las del himno, las de la gesta y el mito. Desde entonces la palabra escrita se fue volviendo indispensable para contar y cantar, imprescindible para imaginar y componer los mundos de la fantasia y las ideas.
Escribir se convirtió en un ejercicio silencioso, introspectivo y la escritura en una partitura que el lector ejecuta, interpreta.
Cómo no van a dar ganas de escribir si son infinitamente sugerentes las armonías del universo que la mente percibe vagamente y confundidas, enigma que pide un desentrañar que es también un desentrañamiento.
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