4/6/19

A modo de memoria: un fin de semana de anteayer

--Dichoso el solitario que entre sus amigos cuenta con quienes, a diferencia de él, han formado familia-- comenta don Baruj al recordar un fin de semana de hace treinta años, cuando estando de visita en sus tierras de origen, unos amigos de sus años de universidad --padres todavía jóvenes de varios hijos-- lo invitaron a la ceremonia de graduación de colegio de la mayor de sus hijas y a pasar con ellos en su casa de campo el fin de semana de celebraciones.

Tal fue la dicha que le produjo tal visita que dejó escrito en su diario lo que ahora es un grato y bellísimo recuerdo. Lo que narró y describió entonces, a las pocas horas de vivido, le ha revivido ahora en la lectura, con increíble exactitud, los momento, lugares y personas que hicieron de esa breve visita una experiencia inolvidable.

"Tomé el metro a Pedro de Valdivia --consigna la memoria escrita hace treinta años-- y caminé los pocos pasos a que dista la oficina de Jorge y su amplio y luminoso estudio de arquitecto en esta ciudad en continua construcción de lo novedoso. Me estaba esperando. Con un recorrido del estudio y la observación admirada de varios proyectos en preparación --sus croquis y maquetas-- comenzó la inolvidable visita del fin de semana.

La ceremonia de graduación de una de sus hijas en el colegio de monjas norteamericanas, a la que asistimos al caer la tarde, fue una buena oportunidad para observar --espectador anónimo en el grupo de conocidos-- un momento peculiar de una sociedad para mí un tanto ajena a causa del olvido y la distancia del que se ha ido. 

En un proscenio levantado en el patio se formaban las alumnas que se estaban graduando. Llevaban togas de color celeste y blanco. Un coro de alumnas de uniforme azul --el común en ese entonces a todos los colegios nacionales--, un piano de cola y un podio desde el que se habló no muy bien y sin lucimiento, ocupaban el resto del escenario. El público se sentaba en sillas plegables en el patio, que debía ser una cancha de algo: badminton, tenis o incluso básquetbol. Más gente, ésta de pie, formaba un círculo de actividad hacia la periferia. 

En ese sector nos situamos nosotros porque Jorge había traído al menor, un dínamo de niño que no se podía quedar quieto, que se dedicó a correr por todos lados, ensuciarse con tierra del jardincillo de calas y beber de una poza creada por el hilillo de agua de una manguera de riego que debió quedársele olvidada al jardinero.

Desde mi sitio más bien apartado --Jorge se ocupaba de perseguir al niño que correteaba de un lado a otro-- me entretuve en mirar a la gente, toda muy clase media para arriba. Predominaban los muchachos, seguramente los pololos, amigos y parientes de las graduadas. Muchachas de uniforme se entretenían haciendo las veces de ayudantes, supongo, El ambiente era de fiesta y muy pocos estaban atentos a la ceremonia, ocupados en el pasatiempo de una vida social graciosamente juvenil.

La tarde estaba perfecta para ese jugar deleitoso al aire libre. El calor del día había cambiado a una temperatura más fresca, ideal. La luz prolongada del atardecer de verano le daba al momento una transparencia agradable. Clima perfecto para estar afuera y moverse sin sudores ni calosfríos; hora adecuada como pocas a la juventud y sus juegos todavía con algo de inocentes. Nada en ese clima y ese grupo de gente podía relacionarse con tensiones, sino todo lo contrario: era un momento de armonía. 

Al salir la calle una vez terminada la ceremonia la ciuda en ese sector tenía una actividad también mesurada, tranquila. Recordé de mis visitas en vacaciones de colegio lo extraordinariamente gratas que pueden ser las tardes de Santiago en esos primeros días de verano. 



Terminó ese viernes con una comida tranquila y simpatiquísima con toda la familia. Momento de charla amena y desordenadamente rica en temas y bromas. Nos fuimos a dormir bastante tarde los mayores por no poder dejar de hacer recuerdos y recuperar las buenas relaciones de los años pasados. Por la mañana el complicado ejercicio familiar de desayunar y partir se prolongó, como era de esperar, hasta pasadas las nueve. Pero no sentí que se produjera tensión alguna en esa natural agitación de un grupo que cuesta poner de acuerdo. Me había esperado mayor caos.

En el viejo auto familiar --un Ford de esos que se armaron por un tiempo en Casablanca, lugar hoy más prestigiado por sus ancestrales viñedos-- partimos por calles arboladas que me parecieron sin tráfico y que poco a poco nos llevaron a una carretera de campo, pavimentada, pero pequeña y lindísima, como para filmar una fantasía bucólica.

La parcela de mis amigos está situada muy cerca de Santiago en terrenos de lo que fue una hacienda que la compañía minera francesa Disputada de las Condes tenía desde el siglo XIX en el fértil Valle del Maipo. Desde el oeste le llega la brisa constante que desde el mar se interna por el valle. Hacia el norte está el río, que sólo se lo advierte como una línea de enormes árboles a la distancia; y más lejos, los cerros altos que por el faldeo opuesto bajan al Valle de Curacaví y las rinconadas de María Pinto, donde en mis años de colegio pasé algunas vacaciones cabalgadas en el fundo de los padres de un amigo. Hacia el sur y sur este se alzan muy próximos unos cerros áridos que en sus quebradas mantienen lindos bosques de especies nativas y en sus lomas secas cultivan al goteo innumerables paltos que se encaraman por el ángulo inverosímil de sus faldeos. Al este, claro, está la Cordillera de los Andes, invisible tras las arboledas y la elevación del canal de riego que demarca el límite de la propiedad hacia ese costado. Encaramándose al talud que forma el canal se tiene una impresionante vista de macisos nevados tras otros cerros más cercanos.

Apenas llegados a la parcela, y cuando los demás se ocuparon del proceso de ponerse cómodos, me fui, invitado por uno de los hijos, a inspeccionar el lugar, dándole así el gusto de mostrármelo. Porque nada satisface más a alguien que mostrar lo propio, lo que vale doblemente para un muchacho de doce años que ha tenido desde niño una experiencia directa y rica de ese campo que sabe suyo. Fuimos a ver el trigal y comimos algunos granos, probándoles su madurez; seguimos el largo de la acequia, revisando los pozos y escondites de los peces, gozando de los sauces que le dan sombra y rincones aromáticos, encantándonos con la presencia rápida de un pidén que nos silvó su preocupación por unos instantes; caminamos hasta el límite del terreno, onservando plantas, discutiendo nombres que me volvían del recuerdo, y aprendiendo detalles nuevos. Y a todo el rededor el paisaje hermoso de esa región tranquila y deliciosamente refrescada --hacía calor, por cierto esa mañana-- por el suroeste marino que hace susurrar, imitando a la ola, a los álamos y sauces que al despeinarse en la brisa echan brillos como de metal valioso. Pasamos también a saludar a la yegua que acarició a cabezadas al niño, y le fuimos a echar una mirada a la distancia a las abejas y su luminosa plantación de lavanda, en ese momento en flor.



En la casa--una sobria recreación moderna del estilo campesino colonial-- ya estaba listo el almuerzo cuando volvimos: chorizos a la parrilla que nos comimos con pan de rescoldo y acompañados de un vino tinto local que no tiene comparación en gusto y textura. Esto, sentados en el corredor que enfrenta al prado natural y los rosales --orgullo de la dueña de casa-- en profusa floración.

Sentarse a conversar en ese corredor de baldosas rojas y techumbre sostenida por columnas de eucaliptus al natural es una dicha. El aire es tibio a la sombra y a unos pasos se enciende el calor vivo del mediodía sobre la tierra reseca. El amplio prado ganado a fuerza sólo de cortar y volver a cortar la hierba natural, agrega un sentido de control estético al paisaje campesino, haciendo de un sector de la tierra productiva un parque. Laureles y adelfas, geranios, rosales y otras plantas decorativas, todas en flor, completan el jardín.



Más allá estal el trigal, entrevisto tras la vegetación desordenada que demarca la elevación de la acequia --algún sauce, abundantes matas de hinojo--; y más allá se divisa el olivar nuevo. Al fondo, las grandes higueras.

La tarde transcurre sin apuros, natural. Una caminata a comprar quesos frescos --de vaca y cabra-- para las onces, nos lleva por el camino polvoriento hasta las casas que fueran el núcleo de la vieja hacienda, cierra la tarde y prepara para el deleite de la hora del té y más tarde, ya oscuro, para la cena simple y la larga sobremesa.



Afuera, después de un atardecer de esplendorosas luces, la luna llena se asoma aparatosa por sobre el alto de los montes. Pero la noche es demasiado fresca para sentarse a gozarle su palidez; sólo se la mira brevemente y se la deja entrar, más tarde, al irse a dormir, por la ventana abierta junto a la cama.

A la mañana siguiente, mientras espero que la familia vuelva de la misa dominical, me siento a leer --o a tratar de hacerlo-- y en esa hora en el silencio del corredor me parece haber vivido años: el lugar está en lo intemporal y me hace entrar en la eternidad del presente inmóvil. Pero el sol sigue su transcurso, el tiempo continúa su paso, sólo que a un nivel puramente geográfico de ángulos en lento moviento. Es el día único. 

Vuelven. Y se van produciendo sin complicaciones, como en un rito exacto, el fuego, el pebre, la salsa de menta, lo chorizos a las brasas, el asado de cordero: el almuerzo al aire libre, sin apuro. Después del té, habiendo dejado pasar la tarde en la charla y el paseo por la huerta, se prepara la vuelta a la ciudad y a rutina de la semana. 

El camino --esta vez la carretera de doble pista que viene de la costa y a esa hora del atardecer trae de vuelta de la playa a los apresurados-- nos enfrenta a la cordillera encendida con las últimas luces de la tarde. Admira tal magnificencia.



Me dejan en Alameda con Dieciocho y, pisando el pavimento sucio de la vereda, vuelvo a cierta normalidad, aunque todavía me siento indeciso respecto a los contornos de lo real, inseguro respecto a cómo y por qué me encuentro aquí y ahora, confundido por lo que me parece irreal".

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