22/6/19

Ejercicio total.

 El campanario --reminiscencia de la antigua universidad monacal-- acaba de dar las doce: mediodía.


Deja la pluma y la página, mitad en blanco: instrumento y material de una labor que se cumple cotidianamente casi sin pensarlo, por un hábito enraizado en lo más íntimo, en el esencial deseo.


Desde temprano en la mañana ha ido cumpliendo línea línea, con interrupciones --cada tanto-- del teléfono y sus contactos con el mundo infinito de la red.

Se detiene al llamado del carillón para tomar un descanso; porque, aunque no lo parezca, quién se sienta al escritorio y escribe durante un par de horas sin otro movimiento que el de la mano se cansa y necesita un momento de reposo.


Se lo pide el cuerpo.


Pide desperezarse, no porque estuvo perezoso sino porque en la concentración del trabajo de escribir todos los músculos estaban atentos al esfuerzo.

No sólo la mano escribe, sino todo el cuerpo: magnífico instrumento que produce intrincadamente la palabra.


Y porque escribir es un acto vitalmente corporal no da lo mismo hacerlo en cualquier parte y de cualquier manera. El espacio en que se escribe, el rincón propio, la celda del escriba importa; tanto como importa el instrumento, sea pluma o computador.

El silencio de la biblioteca, la mesa firme frente a la ventana de la luz, el roce de la plumafuente en el papel sedoso, la inclinación del torso sobre lo que se va escribiendo son todos componentes esenciales del verso y la frase exacta, de la oración y el párrafo bordados del fino filigrana de tinta negra, garabato significante.


Como escribir, toda actividad creadora es un acto ritual, un gesto de homenaje, no a los dioses patéticos de las sectas temerosas, sino a la obstinada humanidad creadora de sí misma, primer y único motor de la realidad consciente.

No en balde se merece el descanso.

Échense a volar las campanas de la dicha humana.

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