Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando en los cafés la gente se sentaba a leer –el diario, una revista, un libro, a lo mejor el manuscrito de una novela, una carta—a escribir, a conversar con los amigos, o simplemente a mirar y ser mirada. Fue una edad anterior a la de ahora, la nuestra, la digital; una edad que nos parece ya tan remota en la memoria que se podría pensar que nunca existió y es invención de la fantasía retrógrada de los que hemos vivido demasiado.
En esos días mitológicos era el café, más que ahora, un lugar de encuentro, muchas veces fortuito, y de participación, por lo general habitual, en un diálogo inconcluso, esa charla de nunca acabar que es la vida colectiva del intelecto. Era el lugar de las tertulias de amigos y conocidos o el sitio ideal para el retraído que aborrece la soledad. Fumar era entonces un placer nada caro, despreocupado e irresponsable.
Hoy el café parece más bien una estación de comunicación remota donde los clientes se sumen, cada uno en su mundo, en la pantalla de una variedad de aparatos electrónicos que bien pudieran haberse escapado de una novela de ciencia ficción de la década pasada; o se enfrascan en la charla telefónica continua con alguien que, probablemente en otro café, en otra ciudad, en otro continente, en otra hora, se sienta frente a un computador portátil o parece hablar a solas, un aparato estrafalario metido en la oreja, entre sorbo y sorbo de un latte sobrecargado de precio y azúcares sintéticos.
Se podría hablar del café global, sitio sin lugar, espacio ausente donde el encuentro con los otros prescinde de la engorrosa presencia corporal y se define como suceso puramente espiritual, alada comunicación del lenguaje y la electrónica. En el ámbito casi infinito del café virtual queda inscrito para siempre el eco electromagnético del texto intercambiado en la fugacidad de un momento.
La diferencia entre el café de ayer--del que perdura todavía su cálido espacio para la estadía--y el nuevo café cibernético es enorme: nos ha cambiado la vida de modos que no sabemos comprender todavía.
Sentado aquí en mi Café Labrapalabra me pregunto cuándo se habrá de producir el encuentro fortuito con alguien que, sin pretenderlo, se tope con uno al parar un instante a recuperar fuerzas para el día con un expreso, o alguien que, de pronto, le pregunte a uno la hora desde su mesa solitaria donde consume morosamente, mirando alrededor en busca de una mirada, la taza matinal de café au lait y un croissant con mermelada.
En esos días mitológicos era el café, más que ahora, un lugar de encuentro, muchas veces fortuito, y de participación, por lo general habitual, en un diálogo inconcluso, esa charla de nunca acabar que es la vida colectiva del intelecto. Era el lugar de las tertulias de amigos y conocidos o el sitio ideal para el retraído que aborrece la soledad. Fumar era entonces un placer nada caro, despreocupado e irresponsable.
Hoy el café parece más bien una estación de comunicación remota donde los clientes se sumen, cada uno en su mundo, en la pantalla de una variedad de aparatos electrónicos que bien pudieran haberse escapado de una novela de ciencia ficción de la década pasada; o se enfrascan en la charla telefónica continua con alguien que, probablemente en otro café, en otra ciudad, en otro continente, en otra hora, se sienta frente a un computador portátil o parece hablar a solas, un aparato estrafalario metido en la oreja, entre sorbo y sorbo de un latte sobrecargado de precio y azúcares sintéticos.
Se podría hablar del café global, sitio sin lugar, espacio ausente donde el encuentro con los otros prescinde de la engorrosa presencia corporal y se define como suceso puramente espiritual, alada comunicación del lenguaje y la electrónica. En el ámbito casi infinito del café virtual queda inscrito para siempre el eco electromagnético del texto intercambiado en la fugacidad de un momento.
La diferencia entre el café de ayer--del que perdura todavía su cálido espacio para la estadía--y el nuevo café cibernético es enorme: nos ha cambiado la vida de modos que no sabemos comprender todavía.
Sentado aquí en mi Café Labrapalabra me pregunto cuándo se habrá de producir el encuentro fortuito con alguien que, sin pretenderlo, se tope con uno al parar un instante a recuperar fuerzas para el día con un expreso, o alguien que, de pronto, le pregunte a uno la hora desde su mesa solitaria donde consume morosamente, mirando alrededor en busca de una mirada, la taza matinal de café au lait y un croissant con mermelada.
1 comentario:
El legendario café, epicentro de ideas fogosas y revolucionarias, sigue vivito y coleando. La diferencia es, que ahora la tecnología nos permite tener un café dentro de otro café, mientras nos tomamos un café.¿Qué maravilla, cierto?
Las ideas siguen surgiendo como siempre, sino que ahora se logran de manera más independiente y físicamente menos bulliciosa, porque mientras estamos sentados en algún cafetín, tomando un tinto, o un doppio o un espresso, también estamos conectados a la red, quizás enviando algun mensaje o escribiendo un comentario con el único sonido audible siendo el del galope de nuestros dedos sobre el teclado del computador.
Tengo que confesar, que aún me gustan mucho los debates que se llevan a cabo verbalmente y en persona, todo bajo la inigualable influencia de un grupo de amigos bajo la influencia de un buen café.
Andrés Csihas
San Antonio, TX
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