5/4/09

La libreta II (continuación)

Desde que dejé mi libreta olvidada a propósito en esta mesa hace un par de semanas no había vuelto al café de la costumbre. La ausencia, pensé, es más notable que la presencia, y me mantuve alejado hasta ahora, que me ha parecido ya era tiempo de volver.

Al entrar, hace poco, no había nadie conocido, salvo el muchacho –calamidad de holgazán que prefiere servir mesas a estudiar—que me atiende siempre, debo reconocerlo, con afecto y que, al verme después de tantos días de ausencia, me saluda sinceramente contento y comenta que llegó a pensar que me había muerto. Grato consuelo saberse vivo.

No poca satisfacción me causa su saludo. Admito que me estaba haciendo falta este lugar y su gente. Ya irán llegando los otros. La impaciencia de la curiosidad me ha hecho venir demasiado temprano.

Me siento muy a gusto en este mi rincón de siempre. Desde aquí puedo ver a todo el que entra y sale del café. Cuando vayan llegando los otros sabré, en el modo en que me miren y saluden cuando entren, qué efecto habrá tenido en ellos la lectura de mis notas. Han tenido tiempo de más para leerlas y comentarlas.

Espero verlos reaccionar molestos con mi presencia, resentidos de lo que he escrito en mi libreta mientras ellos pasaban el rato conversando de cualquier cosa: naderías. Quiero verles la cara de disgusto cuando me vean de vuelta en mi mesa, pluma en mano, mi nueva libreta a medio llenar de meditaciones.

Por fin comienzan a llegar uno detrás de otros; entran casi a empujones dos, tres . . . no, cuatro de los viejos contertulios regulares. Y un quinto los sigue casi inmediatamente. Entran y van a sentarse a su mesa ruidosamente.

Quisiera creer que no me han visto, que no se han dado cuenta que soy yo el que se sienta a mi mesa. No estarán tan cegatos. Uno de ellos, al sentarse, me reconoce con un gesto imperceptible que no me dice nada, como si no hubiera leído lo que les he dejado para su sorpresa, para su admiración, para su envidia.

Comprendo que me atacan con mis propias armas: el desdén, la indiferencia. No saben el bien que me hacen dándome a entender que les molesta lo bien que escribo y los destripo.

El muchacho holgazán, de pelo inconcebible, ha venido a rellenar mi taza de café. Se lo agradezco. En la mano izquierda trae mi libreta, la que dejé olvidada para los otros, y me la entrega. La tomo, confundido.

Me dice que la dejé olvidada la última vez que estuve aquí y que me la ha guardado para dármela apenas yo viniera de nuevo. Que no me preocupe, me dice, porque nadie, ni él mismo, la ha leído.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Santiago,
Te saluda una parroquiana casual, no tan asidua al café del viejo de la libreta.
Pasan las semanas sin darse apenas cuenta y vengo a visitarte para encontrarme todas las cosas que han pasado. Me han encantado las dos partes del relato de la libreta. Me imagino que será una similitud a los blogs virtuales, totalmente abiertos a los ojos de tantos....quien los leerá? Pidámosle al mesero que no los guarde.
Feliz día del Libro! Te compraste uno?
Bertha