Mucho ha experimentado esta boca mía con el correr de los años, y sin embargo, la reconozco incólume en el espejo cuando de vez en cuando me tomo el tiempo y la curiosidad de observarme y comprobar con calma conforme la intransigencia de las leyes naturales. Mi boca, de todos los rasgos de mi cara, persiste en su factura de entonces: ni más ni menos fláccida, ni más ni menos dibujada en labios casi invisibles, de comisuras borrosa. Malamente imita la sonrisa, la leve contracción de la ironía; incompetente para la risa estentórea de fauces abiertas de par en par, su línea preferida es el rictus ni triste ni desilusionado, ni bobo, ni aburrido, ni curioso, ni hastiado, sino apenas signo de algo que no podría nombrarse aunque se hojeara interminablemente diccionarios de actitudes humanas, sus designaciones y sinónimos tentativos. Cuando no reposa en tal ambiguo estado hártase la boca de lo que más a su gusto la llena: la voz, la modulada voz vuelta palabra, lengua, lenguas diversas, código, mensaje, las preguntas.
Fruición inigualada de la charla que tuvo su punto inicial en el preciso instante, muy anterior al tiempo de los martes redactores cuando, aupado en el regazo filoso de una viejita que debió ser el hada madrina de la prole familiar, ya que no encontraba otra rama del árbol en qué inscribirse, comprobé tras prolongada observación que la translúcida gota pendiente de la punta de la nariz nada tenía que ver, en lo esencial, con sus aretes de perlas submarinas. Ella recordaba con veracidad que me hizo real la historia, la facha y voz del héroe ya largo tiempo consagrado al bronce, los discursos, los desfiles, las anécdotas patrióticas a niños apenas entendidos en la vaga frontera del sueño y la noche en vela. Perfecta la gota le colgaba como siempre de la punta filuda y sin arrugas de su nariz victoriana versada en versos de salón, suspiros y desdenes de otro siglo. Y esta vez, antes de que el pañuelito de Holanda, que para mí solía repulir el brillo de la perlita iridiscente, llegara a tocarla, se desprendió, como gotera de ramita al rocío o de pico de tetera, y se empapó, despareciendo, en el chal que medio nos confundía en el sillón de orejas.
Visto aquello no pude callar e inauguré lo que sería un largo suplicio de preguntas que no ha cesado del todo todavía, matizado hoy por las divagaciones y el recitar a voz en cuello por mor de calistenia oral. Hasta entonces mi boca sólo había ejercido el burdo y sabroso oficio de engullir y sus variedades de succión y mordiscos, con el agregado irreverente del llanto, el grito y el berrido. Al oírme hablar con tan inesperada y espontánea impertinencia el hada madrina descuidó la causa de mi discurso y se ensañó al instante en la tarea de convertirme en políglota consumado. Al cabo de los años no logro todavía decidirme a agradecer tal tozudez pedagógica o a condenar la ingenua prontitud de la maestra.
Tomado de su mano recorrí los caminos bellísimos del francés, los parterres laberínticos de un alemán pulido hasta el brillante extremo de su propia luz, terrazas de un inglés de invernaderos y prados de un color sin nombre; del italiano apenas si supimos trabalenguas por el simple placer de ejercitarse en el arte de burbujas, tan a mano cuando se trata de eructar con disimulo. No fuimos ajenos a los paraísos arcádicos y las aguas vinosas del latín y el griego.
Otras excursiones las emprendí por mi cuenta y riesgo, aunque no del todo consciente de qué rumbos de aventura o descuido tomaba mi avidez de voces. Las más de aquéllas escapadas consistieron en entrometerme en repostero y cocina a dialogar con cuanta persona allí se portaba: cocinera sabia en los matices del hablar criollo que casi toca en forastero; empleadas y niñeras demasiado niñas para impostar el tono y, por lo mismo, auténticas fuentes de un decir en pleno nacimiento y ya mostrenco en parte, auténtico en su loca incertidumbre; jardinero, encerador, repartidores de carne, pan, abarrotes; lechero, colchonero, hermano de la niña, niño de los mandados, sobrinas de la otra, chofer de ña Laurita, hijo del Pepe, actores de la radio. Uno que otro mendigo que pasaba al raspa ollas y el vinito fino que quedaba al fondo de las copas del señorío. Cada uno y todos decían su decir, hablaban con su hablar de más allá, de más acá, de no tan lejos, de un ayer anterior a la memoria y de un casi mañana.
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