El poeta, dice Vicente Huidobro, es un pequeño
dios. Una pequeña diosa será, entonces, la poeta. Creadores todos, demiurgos, son
ustedes que me escuchan. Y quien soy yo para hablarle a este Olimpo de dioses,
por pequeños que sean, a este clan de cerrajeros de la palabra que van creando
llaves y abriendo puertas por el mundo y se han reunido aquí a celebrar su
poderes semi-divinos y con sus llaves maestras hacer florecer ya no una rosa
sino un jardín de todas las flores posibles.
In xochitl in cuicatl, llamaban los pre-americanos al
arte divino de la serpiente emplumada: el floricanto de la poesía. Gan Edén de
la palabra—jardín del paraíso--es la literatura, lugar de la gestación y tierra
de la promesa, verdadero jardín de las delicias. Jardineros todos, a más de
dedicados cerrajeros y diminutos dioses, los que nos inclinamos sobre los
papeles–digamos las pantallas, por no hablar en el pasado—del dictado, ése que
los verdaderos dioses y sus musas nos soplan al oído, como lo sugiere Platón
para librar al poeta de toda responsabilidad y admitirlo en su divina locura.
Entusiasmado, es decir habitado del dios,
habla el poeta. Poseídos escribimos, locos como los santos, nos dice la
Mistral. “Déjame que me pierda entre palabras”, pide Octavio Paz, y en todas
las lenguas de la tierra una gloriosa Babel de locos canta, como cantan esas
“aves del cielo” que con su cantar se consuelan en la pampa enorme de la
nostalgia humana, que es un ensueño del ensueño, la memoria de la memoria
ancestral de un tiempo, anterior a la palabra, cuando, como nos recuerda
Hesíodo, vivíamos en la Edad Dorada de la igualdad con los animales y su
lenguaje arcano. Cuando humanos, animales y naturaleza nos entendíamos y nos
amábamos.
Dotado de palabra es el humano
que ha descendido a la Edad de Hierro. Y de ese don, que a lo mejor es castigo,
hace el escritor una virtud y una forma de vida. Es su destino, su estrella, el
talego de semillas de su talento.
Dotados de palabras, repletos
de ellas, no podemos callar. Las palabras nos inundan como la miel amarga de un
panal henchido del que vuelan en todas direcciones las abejas jardineras y sus
ociosos abejorros susurrantes, tan dorados a la luz como ellas. “También la luz
en sí misma se pierde”, acaba el poema de Paz en que establece el “Destino del
poeta”. Oigámoslo en mi voz no mejicana:
¿Palabras?
Sí, de aire,
Y
en el aire perdidas.
Déjenme
que me pierda entre palabras,
Déjenme
ser el aire en unos labios,
Un
soplo vagabundo sin contornos
Que
el aire desvanece.
También
la luz en sí misma se pierde.
Qué bien entendemos estas
palabras porque son nuestras palabras. Todos los que nacimos marcados con el
muñón del ala tronchada o con el labio dolorido de la trompeta angelical
sabemos que no hay palabra que no sea nuestra; que por nuestra boca salen, como
las abejas del panal, como las letanías del monástico, como el galimatías de
los locos, palabras y más palabras que ni nosotros mismos entendemos y que nos
sorprenden, nos paralizan, nos hacen llorar a gritos sin saber por qué o nos
dan el envión del vuelo. Abracadabra del poema, vara mágica de la pluma, bola
de cristal del ojo cibernético, espejo profético de la pantalla. Parafernalia
de la magia verbal.
¿Cuándo, cómo y—díganme--de
qué manera se nos vino a posar el cuervo socarrón en el dintel de la puerta?
¿Quién le abrió la ventana?
Recuerdo perfectamente esa
ventana mía, abierta al poniente que, a pocos pasos de la casa, se volvía mar,
un mar interminable que ardía a veces por las tardes cuando, al ponerse el sol,
los últimos desesperados colores del día luchaban a muerte contra las sombras.
Esa ventana, con su luz y contraluces de pinares y palmeras resonantes de
gorriones, fue la culpable de todo. En ella se me apareció el viento y me
habló, la fogata del atardecer al fondo. Sentado frente a esa ventana del
prodigio las primeras palabras propias se interpusieron entre las líneas del
copiado escolar y fueron añadiendo al verso de Rubén o al de Berceo el verso de
una voz que no era ya la de ninguno de ellos y me venía revoloteando desde
adentro como una mariposa interior confundida, como un asustado murciélago miope
que abandona nocturno la caverna de sus sueños en busca de otros sueños para el
día que viene. Y desde entonces, desde que ese tacto fugaz de algo vivo me subió
por la garganta y me entreabrió los labios en tres golpes de verbo dicho a la
nostalgia del atardecer, ya no hubo forma de callar, ni manera de detener la
pluma y su rasgar de uña inquisitiva que va dejando en el papel en
blanco—ingenua piel--un rasguño negro de letras inesperadas.
Lo inesperado. Fue la sorpresa de la que no me
recupero todavía ni me he de recuperar hasta quizá cuando, que no es fecha que
uno quiera averiguar.
Escribir, en otras palabras,
es algo que me sucedió, que seguramente nos sucede a todos de repente, como
caerse en bicicleta o darse un beso sin darse cuenta de lo que se viene encima.
Así de inevitable.
Y al primer susto, del que,
como acabo de decir, no acaba uno de recuperarse ni en sesenta años de
cotidiano despertar cada mañana, al primer susto—digo--siguieron las
innumerables sorpresas de la rutina, que en el caso de escribir sólo parece
rutina. Porque no hay quien se acostumbre a las sorpresas de escribir, aunque
lo haga a diario y a la misma hora y en
el mismísimo lugar, por no enturbiar las aguas mansas de la costumbre. Pero
mansas no son las aguas de la escritura. En mala y desgraciada hora lo fueran.
No pueden serlo. Se trata siempre de un temporal, de uno de esos mares
revoltosos que asustan y preocupan, que lo ponen a uno a trincar velas o a
remar ansioso y que hacen pensar en lo insulso de las piscinas temperadas y las
bobas mareas de las vacaciones. Escribir ha sido siempre una aventura
entretenida, un viaje sin objetivo por los mares más sobresaltados y retadores.
Y ha habido que aceptar más de un mareo de esos de tirarse por la borda al
mordisco aterrador de los tiburones.
Dejando la imaginería ostentosa
a un lado digamos que esto de escribir, aunque uno no se atreva a asumirlo, por
práctico y temeroso de la inopia, es algo que domina la existencia personal.
Es, lo que en algunos círculos, se llama una vocación. Pero, vocación o no, la
cordura, el temor, la ignorancia, incluso, de lo que significa dedicar la vida
a escribir y, sobre todo la falta de dirección, la ausencia de un maestro
propicio, lo hacen a uno dejar de lado como algo que fue un hermoso juego
escolar lo que en verdad es la única actividad en que la gracia infantil y la
virtud del espíritu ingenuo podrían haberse perpetuado hasta los años de la
segunda infancia, cuando la chochera senil lo vuelve a uno el ser casi puro que
fue antes del desastre.
Aun así, aun cuando la
seriedad responsable lo va transformando a uno en ciudadano modelo, cada vez
más decrépito y cansado, aún así se sigue escribiendo. Porque no puede ser de
otra manera. Creo que aquí estamos todos de acuerdo que es así, que nos guste o
nos disguste admitirlo: tenemos que escribir.
Ahora bien, hay muchos modos
de ser escritor. Y uno sólo es válido: el propio.
Cada uno de nosotros es
escritor a su manera. Y todos, sin excepción, creo, nos preguntamos a cada
rato, si es la nuestra la manera adecuada, si es la manera que nos corresponde.
Me temo que no es una pregunta que pueda responderse y no hay incursión en
nuestros más secretos y complicados laberintos mentales que pueda dar con la
solución al enigma: ¿es uno el escritor que debe ser? ¿es uno, dicho más
rudamente en los peores momento de la duda, un escritor de veras?
Se lo es, se lo será en la
medida de la sinceridad con que se apreste cada cual al llamado que
secretamente lo agita. Porque, como ya lo hemos oído en un contexto que no
desdice del de la poesía, muchos somos los llamados y pocos, poquísimos, tal
vez, los elegidos. Pero sea uno o no un elegido no es asunto que valga
discutir: la labor se cumple de todas maneras, cada uno a la suya, sinceramente,
incluso en la duda.
Porque, como nos dice nuestro
Ramiro Rodríguez cuando antologa su Palabra
de poeta, “La diversidad enriquece los universos” y “El poeta y la palabra se
funden en el aliento balsámico de los dioses. Luego se vierten a modo de
llovizna sobre la tierra en los rincones del mundo para que los seres humanos
tengamos frutos frescos que nos sacien el hambre. El poeta y la palabra forman
una alianza indisoluble para beneficio de la humanidad.”
Diversidad y beneficio es lo
propio de la literatura. El poeta, el creador en verso o prosa, tiene una
función, es decir un deber para consigo mismo y para los otros. Su palabra no
puede ser mezquina.
El don
demanda un don y todos los que escribimos, por encerrados que lo hagamos en la
más hermética intimidad, le estamos dando algo a alguien, un algo que tiene un
algo de ese “aliento balsámico de los dioses”.
Escribir, por lo tanto, es un
deber tanto personal como social. Y es al asumir el deber de escritor que cada
cual decide qué debe hacer y cómo.
Permítanme detenerme sobre
este aspecto y hacerlo desde mi perspectiva personal, desde mi experiencia.
Hay, a mi parecer, dos modos
básicos de concebir el deber literario. Uno como una forma de expresar
directamente una visión de mundo y propagarla como acertada y recomendable. Es
la escritura programada, la que prefiere lo propedeútico, la enseñanza, la
propaganda. El escritor, en este caso, se atribuye capacidades críticas y virtudes
éticas impecables; se autonombra profeta y maestro de un público al que accede
y convence con los poderes de su palabra de iluminado. En nuestras letras
abunda esta forma de abordar la literatura y no son pocos los escritores que se
atribuyen cualidades civiles de reformadores sociales. Cumplen con un deber
nada despreciable, aunque algunos de ellos caigan en la trampa de la propaganda
y el clarín desafinado.
Resulta ésta una forma de ser
escritor que entusiasma al novato, sobre todo al joven que se enfrenta
ingenuamente a un mundo compuesto de complejas imperfecciones que criticar y
resolver. Se siente el escritor en ciernes que ha de tomar la antorcha de las
ideas y usarla incluso para encender las fogatas de la protesta. Tentadora
vocación del escritor comprometido. Tentadora, digo, por equívoca y peligrosa
para el auténtico escritor, el que no puede dejarse engañar por las resonancias
retóricas de la escritura programática. La tiranía del tema predeterminado
puede ser dañina porque acalla ese aliento divino del que hablamos más arriba.
Con el tiempo y con la
experiencia de escribir sobre lo sabido y lo evidente, la inteligencia
literaria, la curiosidad y el pulso insistente de lo que no se sabe y se quiere
decir llevan al escritor a derivar hacia un modo diferente de concebir su arte.
Ya no lo entiende como un instrumento de propagación de ideas preconcebidas
sino como algo mucho menos fácil de manejar: el filoso bisturí, la obsidiana
sagrada del sacrificio que va abriendo heridas, sajando venas, cercenando
nervios en la búsqueda de lo que nadie sabe y vibra escondido en la psique
humana, ésa que trasciende el espíritu del que escribe, la que lo obliga a
prestar oído a las voces de una humanidad sin tiempo, anterior y futura.
Aprendido ese oficio del
indagar ya no hay vuelta atrás: el escritor se vuelve un sorprendido.
El proceso creador, por lo
tanto, cobra ese carácter un poco indefinible de lo que no se sabe exactamente describir
y peligra convertirse en un capricho y una debilidad que se justifican por lo
exigente y apabullante del llamado de los dioses. Muchos caen en el trance
falso de una inspiración que no es resultado del atento observar en las sombras
sino del dejarse llevar por la pereza de la ilusión. No faltan los demonios del
autoengaño y la palabra fácil.
Entre un extremo y otro del
hacer poético ha de moverse precariamente el escritor. Ya se equivoca y toma al
altavoz para hacerse oír de las masas, ya se confunde y bebe del licor
prohibido, aspira las nubes de lo iluso, se aduerme en la siesta del fauno
ahíto de amapolas.
En mi caso ayudó a salvarme de
los tropezones el que las circunstancias y mis decisiones—sabias o no, no soy
yo para determinarlo—me apartaron del camino casi natural y escabroso de la
publicación. Me encontré escribiendo para mí y mis gavetas, lo que me fue
llevando lenta y decididamente a un proceso creador cada vez más depurado de
objetivos encandiladores. Único objetivo fue ir descubriendo la magia de la
palabra dicha no tanto para ser oída como para ir diciéndola contra el eco de
lo sordo, la caverna del misterio. Y así he seguido escribiendo hasta el día de
hoy, no a diario, como debiera y quisiera, sino al paso de las oportunidades.
Como tal vez muchos de
ustedes, no tengo claro cómo se produce el texto, sea poema, cuento o narración
más larga. Ni siquiera puedo decir por qué en un momento la voz se me da en
español y en otro habla inglés. Lo que a diario mantengo, como una disciplina
de la espera, son las libretas de bolsillo y las de velador a las que acudo a
menudo con mi pluma para anotar a mano lo que en cualquier momento, sin que yo
lo sepa, se me convertirá en un texto propicio al desarrollo en el computador,
cuando éste no esté ocupado en otras labores, no diré más urgentes, porque no
hay otra más urgente que la de escribir, pero obligadas.
Desde hace un tiempo a esta parte el mantener
algunos blogs me ha llevado a exigirme más atención a lo que por la mente se
revuelve continuamente y, tomando la punta de un hilo cualquiera, armar un
ovillo del que sacar después algo de tela. Se van así acumulando retazos que en
su multicolor variedad confunden pero también sugieren patrones, líneas de
desarrollo, diseños que trabajar en textos más extensos y elaborados. El
proceso es continuo, sostenido, lento y largo como el mismo tiempo en que uno
se va disolviendo a la vez que se diseña entretejido de variedad y sugerencias.
Últimamente me he encontrado con el poder inspirador de twitter. Pero este es tema para otras consideraciones.
Baste decir, para terminar, que escribir es
un acto de fe. Fe en los poderes subconscientes de la mente, ésos que la nueva
ciencia cognoscitiva va reconociendo como mucho más activos y decisivos que los
de la conciencia y la razón. Fe en que tarde o temprano se producirá la visión
de lo por decir, que tarde o temprano el garrapatear a mano palabras vanas en
el vademécum de la costumbre dará con la fórmula esperada.
La espera a veces parece interminable, a
veces culmina de pronto con una frase, una imagen, un gesto que dan paso, como
quien abre una puerta, al torbellino de una narración o de una serie de poemas,
porque los poemas no vienen nunca solos: son el balbuceo de varios que uno tras
otro tientan dar con lo que creen haber encontrado. Escribir, entonces, es un
hallazgo; o mejor aún, es la disciplina de la búsqueda y la espera. No por nada
José Angel Valente, uno de los más certeros poetas españoles del siglo pasado,
ha visto una relación entre el arte del escritor y la disciplina del místico.
Estamos ante una religión de la que somos
nuestros propios pequeños dioses.
1 comentario:
Es usted un Maestro. No me refiero al título académico, sino a la manera efectiva y elocuente para esgrimir palabra y pensamiento.
Abrazo.
R.
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