18/11/13

El arte de crear: palabras sobre la palabra


El poeta, dice Vicente Huidobro, es un pequeño dios. Una pequeña diosa será, entonces, la poeta. Creadores todos, demiurgos, son ustedes que me escuchan. Y quien soy yo para hablarle a este Olimpo de dioses, por pequeños que sean, a este clan de cerrajeros de la palabra que van creando llaves y abriendo puertas por el mundo y se han reunido aquí a celebrar su poderes semi-divinos y con sus llaves maestras hacer florecer ya no una rosa sino un jardín de todas las flores posibles.
In xochitl in cuicatl, llamaban los pre-americanos al arte divino de la serpiente emplumada: el floricanto de la poesía. Gan Edén de la palabra—jardín del paraíso--es la literatura, lugar de la gestación y tierra de la promesa, verdadero jardín de las delicias. Jardineros todos, a más de dedicados cerrajeros y diminutos dioses, los que nos inclinamos sobre los papeles–digamos las pantallas, por no hablar en el pasado—del dictado, ése que los verdaderos dioses y sus musas nos soplan al oído, como lo sugiere Platón para librar al poeta de toda responsabilidad y admitirlo en su divina locura.
Entusiasmado, es decir habitado del dios, habla el poeta. Poseídos escribimos, locos como los santos, nos dice la Mistral. “Déjame que me pierda entre palabras”, pide Octavio Paz, y en todas las lenguas de la tierra una gloriosa Babel de locos canta, como cantan esas “aves del cielo” que con su cantar se consuelan en la pampa enorme de la nostalgia humana, que es un ensueño del ensueño, la memoria de la memoria ancestral de un tiempo, anterior a la palabra, cuando, como nos recuerda Hesíodo, vivíamos en la Edad Dorada de la igualdad con los animales y su lenguaje arcano. Cuando humanos, animales y naturaleza nos entendíamos y nos amábamos.
                  Dotado de palabra es el humano que ha descendido a la Edad de Hierro. Y de ese don, que a lo mejor es castigo, hace el escritor una virtud y una forma de vida. Es su destino, su estrella, el talego de semillas de su talento.
                  Dotados de palabras, repletos de ellas, no podemos callar. Las palabras nos inundan como la miel amarga de un panal henchido del que vuelan en todas direcciones las abejas jardineras y sus ociosos abejorros susurrantes, tan dorados a la luz como ellas. “También la luz en sí misma se pierde”, acaba el poema de Paz en que establece el “Destino del poeta”. Oigámoslo en mi voz no mejicana:
                                                      ¿Palabras? Sí, de aire,
                                                      Y en el aire perdidas.

                                                      Déjenme que me pierda entre palabras,
                                                      Déjenme ser el aire en unos labios,
                                                      Un soplo vagabundo sin contornos
                                                      Que el aire desvanece.

                                                      También la luz en sí misma se pierde.
                  Qué bien entendemos estas palabras porque son nuestras palabras. Todos los que nacimos marcados con el muñón del ala tronchada o con el labio dolorido de la trompeta angelical sabemos que no hay palabra que no sea nuestra; que por nuestra boca salen, como las abejas del panal, como las letanías del monástico, como el galimatías de los locos, palabras y más palabras que ni nosotros mismos entendemos y que nos sorprenden, nos paralizan, nos hacen llorar a gritos sin saber por qué o nos dan el envión del vuelo. Abracadabra del poema, vara mágica de la pluma, bola de cristal del ojo cibernético, espejo profético de la pantalla. Parafernalia de la magia verbal. 
                  ¿Cuándo, cómo y—díganme--de qué manera se nos vino a posar el cuervo socarrón en el dintel de la puerta? ¿Quién le abrió la ventana?
                  Recuerdo perfectamente esa ventana mía, abierta al poniente que, a pocos pasos de la casa, se volvía mar, un mar interminable que ardía a veces por las tardes cuando, al ponerse el sol, los últimos desesperados colores del día luchaban a muerte contra las sombras. Esa ventana, con su luz y contraluces de pinares y palmeras resonantes de gorriones, fue la culpable de todo. En ella se me apareció el viento y me habló, la fogata del atardecer al fondo. Sentado frente a esa ventana del prodigio las primeras palabras propias se interpusieron entre las líneas del copiado escolar y fueron añadiendo al verso de Rubén o al de Berceo el verso de una voz que no era ya la de ninguno de ellos y me venía revoloteando desde adentro como una mariposa interior confundida, como un asustado murciélago miope que abandona nocturno la caverna de sus sueños en busca de otros sueños para el día que viene. Y desde entonces, desde que ese tacto fugaz de algo vivo me subió por la garganta y me entreabrió los labios en tres golpes de verbo dicho a la nostalgia del atardecer, ya no hubo forma de callar, ni manera de detener la pluma y su rasgar de uña inquisitiva que va dejando en el papel en blanco—ingenua piel--un rasguño negro de letras inesperadas.
                   Lo inesperado. Fue la sorpresa de la que no me recupero todavía ni me he de recuperar hasta quizá cuando, que no es fecha que uno quiera averiguar.
                  Escribir, en otras palabras, es algo que me sucedió, que seguramente nos sucede a todos de repente, como caerse en bicicleta o darse un beso sin darse cuenta de lo que se viene encima. Así de inevitable.
                  Y al primer susto, del que, como acabo de decir, no acaba uno de recuperarse ni en sesenta años de cotidiano despertar cada mañana, al primer susto—digo--siguieron las innumerables sorpresas de la rutina, que en el caso de escribir sólo parece rutina. Porque no hay quien se acostumbre a las sorpresas de escribir, aunque lo haga  a diario y a la misma hora y en el mismísimo lugar, por no enturbiar las aguas mansas de la costumbre. Pero mansas no son las aguas de la escritura. En mala y desgraciada hora lo fueran. No pueden serlo. Se trata siempre de un temporal, de uno de esos mares revoltosos que asustan y preocupan, que lo ponen a uno a trincar velas o a remar ansioso y que hacen pensar en lo insulso de las piscinas temperadas y las bobas mareas de las vacaciones. Escribir ha sido siempre una aventura entretenida, un viaje sin objetivo por los mares más sobresaltados y retadores. Y ha habido que aceptar más de un mareo de esos de tirarse por la borda al mordisco aterrador de los tiburones.
                  Dejando la imaginería ostentosa a un lado digamos que esto de escribir, aunque uno no se atreva a asumirlo, por práctico y temeroso de la inopia, es algo que domina la existencia personal. Es, lo que en algunos círculos, se llama una vocación. Pero, vocación o no, la cordura, el temor, la ignorancia, incluso, de lo que significa dedicar la vida a escribir y, sobre todo la falta de dirección, la ausencia de un maestro propicio, lo hacen a uno dejar de lado como algo que fue un hermoso juego escolar lo que en verdad es la única actividad en que la gracia infantil y la virtud del espíritu ingenuo podrían haberse perpetuado hasta los años de la segunda infancia, cuando la chochera senil lo vuelve a uno el ser casi puro que fue antes del desastre.
                  Aun así, aun cuando la seriedad responsable lo va transformando a uno en ciudadano modelo, cada vez más decrépito y cansado, aún así se sigue escribiendo. Porque no puede ser de otra manera. Creo que aquí estamos todos de acuerdo que es así, que nos guste o nos disguste admitirlo: tenemos que escribir.
                  Ahora bien, hay muchos modos de ser escritor. Y uno sólo es válido: el propio.
                  Cada uno de nosotros es escritor a su manera. Y todos, sin excepción, creo, nos preguntamos a cada rato, si es la nuestra la manera adecuada, si es la manera que nos corresponde. Me temo que no es una pregunta que pueda responderse y no hay incursión en nuestros más secretos y complicados laberintos mentales que pueda dar con la solución al enigma: ¿es uno el escritor que debe ser? ¿es uno, dicho más rudamente en los peores momento de la duda, un escritor de veras?
                  Se lo es, se lo será en la medida de la sinceridad con que se apreste cada cual al llamado que secretamente lo agita. Porque, como ya lo hemos oído en un contexto que no desdice del de la poesía, muchos somos los llamados y pocos, poquísimos, tal vez, los elegidos. Pero sea uno o no un elegido no es asunto que valga discutir: la labor se cumple de todas maneras, cada uno a la suya, sinceramente, incluso en la duda.
                  Porque, como nos dice nuestro Ramiro Rodríguez cuando antologa su Palabra de poeta, “La diversidad enriquece los universos” y “El poeta y la palabra se funden en el aliento balsámico de los dioses. Luego se vierten a modo de llovizna sobre la tierra en los rincones del mundo para que los seres humanos tengamos frutos frescos que nos sacien el hambre. El poeta y la palabra forman una alianza indisoluble para beneficio de la humanidad.”
                  Diversidad y beneficio es lo propio de la literatura. El poeta, el creador en verso o prosa, tiene una función, es decir un deber para consigo mismo y para los otros. Su palabra no puede ser mezquina.
El don demanda un don y todos los que escribimos, por encerrados que lo hagamos en la más hermética intimidad, le estamos dando algo a alguien, un algo que tiene un algo de ese “aliento balsámico de los dioses”.
                  Escribir, por lo tanto, es un deber tanto personal como social. Y es al asumir el deber de escritor que cada cual decide qué debe hacer y cómo.
                  Permítanme detenerme sobre este aspecto y hacerlo desde mi perspectiva personal, desde mi experiencia.
                  Hay, a mi parecer, dos modos básicos de concebir el deber literario. Uno como una forma de expresar directamente una visión de mundo y propagarla como acertada y recomendable. Es la escritura programada, la que prefiere lo propedeútico, la enseñanza, la propaganda. El escritor, en este caso, se atribuye capacidades críticas y virtudes éticas impecables; se autonombra profeta y maestro de un público al que accede y convence con los poderes de su palabra de iluminado. En nuestras letras abunda esta forma de abordar la literatura y no son pocos los escritores que se atribuyen cualidades civiles de reformadores sociales. Cumplen con un deber nada despreciable, aunque algunos de ellos caigan en la trampa de la propaganda y el clarín desafinado.
                  Resulta ésta una forma de ser escritor que entusiasma al novato, sobre todo al joven que se enfrenta ingenuamente a un mundo compuesto de complejas imperfecciones que criticar y resolver. Se siente el escritor en ciernes que ha de tomar la antorcha de las ideas y usarla incluso para encender las fogatas de la protesta. Tentadora vocación del escritor comprometido. Tentadora, digo, por equívoca y peligrosa para el auténtico escritor, el que no puede dejarse engañar por las resonancias retóricas de la escritura programática. La tiranía del tema predeterminado puede ser dañina porque acalla ese aliento divino del que hablamos más arriba.
                  Con el tiempo y con la experiencia de escribir sobre lo sabido y lo evidente, la inteligencia literaria, la curiosidad y el pulso insistente de lo que no se sabe y se quiere decir llevan al escritor a derivar hacia un modo diferente de concebir su arte. Ya no lo entiende como un instrumento de propagación de ideas preconcebidas sino como algo mucho menos fácil de manejar: el filoso bisturí, la obsidiana sagrada del sacrificio que va abriendo heridas, sajando venas, cercenando nervios en la búsqueda de lo que nadie sabe y vibra escondido en la psique humana, ésa que trasciende el espíritu del que escribe, la que lo obliga a prestar oído a las voces de una humanidad sin tiempo, anterior y futura.
                  Aprendido ese oficio del indagar ya no hay vuelta atrás: el escritor se vuelve un sorprendido.
                  El proceso creador, por lo tanto, cobra ese carácter un poco indefinible de lo que no se sabe exactamente describir y peligra convertirse en un capricho y una debilidad que se justifican por lo exigente y apabullante del llamado de los dioses. Muchos caen en el trance falso de una inspiración que no es resultado del atento observar en las sombras sino del dejarse llevar por la pereza de la ilusión. No faltan los demonios del autoengaño y la palabra fácil.
                  Entre un extremo y otro del hacer poético ha de moverse precariamente el escritor. Ya se equivoca y toma al altavoz para hacerse oír de las masas, ya se confunde y bebe del licor prohibido, aspira las nubes de lo iluso, se aduerme en la siesta del fauno ahíto de amapolas.
                  En mi caso ayudó a salvarme de los tropezones el que las circunstancias y mis decisiones—sabias o no, no soy yo para determinarlo—me apartaron del camino casi natural y escabroso de la publicación. Me encontré escribiendo para mí y mis gavetas, lo que me fue llevando lenta y decididamente a un proceso creador cada vez más depurado de objetivos encandiladores. Único objetivo fue ir descubriendo la magia de la palabra dicha no tanto para ser oída como para ir diciéndola contra el eco de lo sordo, la caverna del misterio. Y así he seguido escribiendo hasta el día de hoy, no a diario, como debiera y quisiera, sino al paso de las oportunidades.
                  Como tal vez muchos de ustedes, no tengo claro cómo se produce el texto, sea poema, cuento o narración más larga. Ni siquiera puedo decir por qué en un momento la voz se me da en español y en otro habla inglés. Lo que a diario mantengo, como una disciplina de la espera, son las libretas de bolsillo y las de velador a las que acudo a menudo con mi pluma para anotar a mano lo que en cualquier momento, sin que yo lo sepa, se me convertirá en un texto propicio al desarrollo en el computador, cuando éste no esté ocupado en otras labores, no diré más urgentes, porque no hay otra más urgente que la de escribir, pero obligadas.
Desde hace un tiempo a esta parte el mantener algunos blogs me ha llevado a exigirme más atención a lo que por la mente se revuelve continuamente y, tomando la punta de un hilo cualquiera, armar un ovillo del que sacar después algo de tela. Se van así acumulando retazos que en su multicolor variedad confunden pero también sugieren patrones, líneas de desarrollo, diseños que trabajar en textos más extensos y elaborados. El proceso es continuo, sostenido, lento y largo como el mismo tiempo en que uno se va disolviendo a la vez que se diseña entretejido de variedad y sugerencias. Últimamente me he encontrado con el poder inspirador de twitter. Pero este es tema para otras consideraciones.
Baste decir, para terminar, que escribir es un acto de fe. Fe en los poderes subconscientes de la mente, ésos que la nueva ciencia cognoscitiva va reconociendo como mucho más activos y decisivos que los de la conciencia y la razón. Fe en que tarde o temprano se producirá la visión de lo por decir, que tarde o temprano el garrapatear a mano palabras vanas en el vademécum de la costumbre dará con la fórmula esperada.
La espera a veces parece interminable, a veces culmina de pronto con una frase, una imagen, un gesto que dan paso, como quien abre una puerta, al torbellino de una narración o de una serie de poemas, porque los poemas no vienen nunca solos: son el balbuceo de varios que uno tras otro tientan dar con lo que creen haber encontrado. Escribir, entonces, es un hallazgo; o mejor aún, es la disciplina de la búsqueda y la espera. No por nada José Angel Valente, uno de los más certeros poetas españoles del siglo pasado, ha visto una relación entre el arte del escritor y la disciplina del místico.
Estamos ante una religión de la que somos nuestros propios pequeños dioses.



                 
                 



1 comentario:

Ramiro Rodríguez dijo...

Es usted un Maestro. No me refiero al título académico, sino a la manera efectiva y elocuente para esgrimir palabra y pensamiento.

Abrazo.

R.