31/5/16

Una libreta olvidada a propósito.

Desde que dejé mi libreta olvidada a propósito en esta mesa hace un par de semanas no había vuelto al café de la costumbre. La ausencia--pensé--es más notable que la presencia, y me mantuve alejado hasta ahora, que me ha parecido ya era tiempo de volver.




Al entrar, hace poco, no había nadie conocido, salvo el muchacho–calamidad de holgazán que prefiere servir mesas a estudiar—que me atiende siempre, debo reconocerlo, con afecto y que, al verme después de tantos días de ausencia, me saluda sinceramente contento y comenta que llegó a pensar que me había muerto.




Grato consuelo saberme vivo.


No poca satisfacción me causa su torpe saludo de adolescente. Admito que me estaba haciendo falta este lugar y su gente. Ya irán llegando los otros, para mi contento. La impaciencia de la curiosidad que me produce volver a verlos me ha hecho venir demasiado temprano.

Me siento muy a gusto en este mi rincón de siempre. Desde aquí puedo ver a todo el que entra y sale del café. Cuando vayan llegando los otros sabré, en el modo en que me miren y saluden al entrar, qué efecto habrá tenido en ellos la lectura de mis notas. Se las dejé, como olvidadas en la mesa, sabiendo que no dejarían pasar la oportunidad de leer lo que escribo, que jamás comparto con ellos aunque me lo pidan. Han tenido tiempo de más para leerlas y comentarlas.




Espero verlos reaccionar molestos con mi presencia, resentidos de lo que he escrito en mi libreta mientras ellos pasaban el rato conversando de cualquier cosa: sus naderías. Quiero verles la cara de disgusto cuando adviertan que estoy de vuelta en mi mesa, pluma en mano, mi nueva libreta a medio llenar de observaciones.

Por fin comienzan a llegar, uno detrás de otro. Entran casi a empujones: uno, dos, tres . . . cuatro de los viejos contertulios regulares. Y un quinto los sigue casi inmediatamente. Van a sentarse a su mesa ruidosamente. Se los ve dichosos como siempre, como los bobos que de todo se ríen.

Quisiera creer que no me han visto, que no se han dado cuenta que soy yo el que se sienta a mi mesa. No estarán tan ciegos, por viejos que sean. Uno de ellos, al sentarse, reconoce mi presencia con un gesto imperceptible que no me dice nada, como si no hubiera leído lo que les he dejado para su sorpresa, para su admiración, para su envidia.
Comprendo que me ataquen con mis propias armas: el desdén, la indiferencia. No saben el bien que me hacen dándome a entender que les molesta lo bien que escribo y los destripo.








El muchacho holgazán, de pelo inconcebible, ha venido a rellenar mi taza de café. Se lo agradezco. En la mano izquierda trae mi libreta, la que dejé olvidada para los otros, y me la entrega. La tomo, confundido.

Me dice que la dejé olvidada la última vez que estuve aquí y que me la ha guardado para dármela apenas yo viniera de nuevo. Que no me preocupe, me dice, porque nadie, ni él mismo, la ha leído. 










1 comentario:

Anónimo dijo...

El final de tu anécdota, me recuerda de un cuento que una vez oi, en el que la madre ya entrada en años, estaba preparando invitaciones para la boda de su hija adulta y para una cena de gala festejando el evento. En resumidas cuentas, llegó el día de la boda y el festín pero nadie se presentó al evento. La vieja esperó y esperó interminables horas, muy preocupada y preguntándose que por qué nadie aceptó el convite después de tanta preparación, pero pese a ello nadie vino.

Aquella noche, con su corazón roto, la vieja falleció de la pena y la desilusión por el rechazo de todos a su invitación.

Una semana después de las exequias fúnebres, su hijo mayor encontró un montón de invitaciones apiladas sobre una mesa esquinera: eran las invitaciones para la boda y el festín, que la vieja había olvidado enviar por correo.

El barón