Por poco acudido que esté el café, no faltan los parroquianos de siempre, los ahora viejos clientes de los años en que se encontraba aquí medio mundo a conversar y resolver los problemas de la otra mitad del mundo.
Alrededor de la mesa de costumbre tres de ellos platican como lo han hecho siempre.
Alrededor de la mesa de costumbre tres de ellos platican como lo han hecho siempre.
--Se forma uno, por una u otra razón, ideas peculiares de las cosas y de uno mismo-- comenta con su característica humildad uno de ellos.
--No todos, por cierto. Están los que comulgan con ruedas de molino.
--De cierto modo-- continúa el primero, como si no hubiera oído al otro-- uno se inventa la realidad, con uno mismo incluido como inventor e inventado.
--El idealista de siempre.
--Pero-- sigue con su argumento-- no hay ninguna certeza de que esas imágenes o ideas de lo que es la realidad y se es uno en ella sean adecuadas a lo que pretenden representar.
--Tal vez no, pero nos sirven lo más bien para ir tirando sin volvernos locos-- comenta el que se las da de cuerdo y sabio porque admira a los estoicos.
--De lo que se puede estar seguro --continua el primero-- es de que no hay ninguna idea o representación perfecta de la realidad, ninguna verdad que defender, ningún modelo impecable que adoptar.
--Salvo, claro está --corrige el de las ruedas de molino-- aquéllos que los matones de la tribu nos imponen como principios universales.
--Tú los has dicho --concluye el estoico-- y no hay más vueltas que darle al asunto.
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