Al caer la tarde--escribe don Baruj en su libreta de bolsillo--me contenta estar, como a solas, en el café acudido de clientes que buscan compañía.
Como los muchachos del café lo conocen, ninguno viene a interrumpirlo en su retiro.
--Ésta ha sido para mí, desde siempre, la hora del saberme solo, desolado a veces--comenta ensimismado--y como a tal la acepto y atesoro.
Uno de ellos, sin embargo, le lleva a su mesa, sin decir una palabra, su té vespertino: taza y tetera, tostadas y un pocillo de mermelada de naranja amarga.
--Largo ha sido el proceso de aprender a superar el temor a estar solo: prolongado y complicado a través de los años al ir y venir de un lado a otro haciendo amistades que se olvidan, volviendo día a día del ajetreo diurno al recoleto retiro vespertino.
No hay quien recuerde cuándo vino don Baruj por la primera vez al café y se sentó a la mesa del rincón que es todavía la suya y no hay quien se la usurpe.
--Me siento junto a la ventana desde la que se ve el crepúsculo tras la arboleda del parque. Dejo de escribir un rato para contemplarlo.
Lo ven dejar la pluma, cerrar la libreta y servirse una taza de té. Al poco se encienden las luces de la calle y el interior del café se refleja en los cristales de la puerta de entrada y las ventanas.
--Está el café deleitablemente activo, con su barullo ajeno a mí. Desde mi silencio observo y me escabullo.
Su mesa pareciera, por alejada al fondo, estar en sombra.
--Sin ni siquiera darme cuenta y sin pretenderlo, oficio del hábito, tomo la pluma, y mi mano va dibujando en el papel el garabato largo, filigrana de palabras, que pareciera decir algo. Gratamente satisfecho del instante--escribe--me alegro de lo terso y firme del papel que acepta el nervioso rasguñar de la pluma que lo tiñe.
--Imponderable momento vespertino del encuentro, en medio de la gente y su clamor, con mi yo que escribe: el complicadamente solitario.
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