Despertar, me lo he dicho infinidad de veces, no es un asunto tan sin dificultades, como parecería debiera serlo. Pero, por otra parte, no deja de ser una experiencia admirable: un diario suceder sorprendente.
Una misma situación, un mismo fenómeno, se lo puede ver tanto de un modo celebratorio de la dicha como desde la actitud diametralmente opuesta del desencanto. Despertar es, en algún caso, un hecho feliz y en otro, una desgracia.
En ambos casos asombra.
Es cuestión de punto de vista, de actitud, de las circunstancias, de la concepción--en fin--que se tiene de uno mismo y de la realidad el que despertar sea dichoso o problemático. Y sobre esto, sobre este cómo se es y cómo se entiende serlo y ser el mundo, poco tiene uno que decir: es un dato establecido y como tal hay que aceptarlo.
Así, despierta uno a su manera, como le corresponde despertar según su condición profundamente inmutable.
Hay quienes despiertan entusiasmados y dichosos del nuevo día y quienes lo hacen con temor, indecisos, como si el pasar del sueño a la vigilia fuera un suceso deplorable: la diaria renovación de esta condena a la angustia del exilio.
Hoy, me consuelo, es domingo, día de entrada gratis por la mañana al museo de arte. Apenas esté listo saldré para aprovecharme de la oportunidad de reingresar por unas horas al jardín del encanto.
No todo lo precioso reside en los sueños.
*Abandonado en una mesa del café hace ya algún tiempo. Hasta ahora nadie lo ha reclamado.
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